el pequeño Nicolás, la identidad española y el esperpento


los horrores de la guerra Goya

quizás no nos demos cuenta de ello, pero estamos viviendo un momento de gran importancia histórica-sociológica; no porque estamos viendo el fin de la absurda idea de una robusta Unión Europa con mercados pero sin personas, ni porque asistamos con indiferencia puntuada de indignado terror a los primeros compases de la que, por desgracia, parece, será la primera guerra religiosa de guerrillas en territorio europeo en el siglo xxi (el término terrorismo ya no se puede aplicar a la situación actual). estamos en un momento de inflexión histórica porque vivimos la encarnación de la madrastra España, la de la triunfante historia oficial nunca verdaderamente desmentida, en el cuerpo vivo y palpitante de un jovenzuelo mofletudo y sonriente. El llamado «Pequeño Nicolás» representa el ethos de una gran parte de nuestro país. Él es el padre que nos enseña a hacer chanchullos para pagar menos, es el vendedor que nos ofrece no meter parte del pago en la factura, es, sobre todo, el político profesional que roba porque puede. desde lo más pequeño a lo más descaradamente indecente (tarjetas black, cajas B…).

El pequeño Nicolás es un símbolo tan fuerte de nuestra España, que todos hemos reconocido sin problemas sus mil caras: desde la versión pervertida del Lazarillo hasta la de ahijado de algún repeinado político del PP, pasando por la enormemente divertida mentira del agente secreto dejado a secar por sus superiores. el hecho de que -aún- no sepamos la verdad sobre quién ese ese personajillo, o que no nos interese de igual manera saberlo que vivir el espectáculo, refleja perfectamente nuestra propia ignorancia sobre quiénes somos nosotros mismos, como españolas y españoles. su falta de definición, que no va más allá de la versión de pandereta que dan los medios y de su propio juego de humo y espejos, junto a nuestra indecisa actitud frente a su existencia, que no es condena, resume a la perfección la irresoluta crisis de identidad que sufre este maravilloso país de tortilla de patata y paella.

no somos más que las historias incoherentes que nos contamos en cada uno de nuestros grupúsculos. no tenemos un mínimo denominador común en materia de ética civil, porque no somos una sociedad civil más en que papel. no podemos serlo porque la guerra civil nos rompió en dos y la dictadura franquista sepultó el concepto mismo de identidad individual, atentado contra nuestra humanidad que la Transición no supo o pudo reparar y que, después, ningún partido en el poder se atrevió a abordar. por eso no somos un pueblo, ni una unión de pueblos, ni una amalgama de culturas con historia compartida. somos solo un país de, normalmente, buenas gentes que sufren las consecuencias de unos problemas que no reconocen tener. poc@s tenemos conciencia cívica porque no sabemos para qué sirve.

no es que tod@s seamos Caines, sino que, la mayoría de nosotr@s, estamos tan acostumbrados a la posibilidad de ser Abeles que cada persona mira por sí misma. y por eso robamos los lápices del ikea, nos abalanzamos a los bufetes libres y somos consumidores de primera de circo y pan, de programas de cotilleos estupidizantes y telediarios de hora y media en los que el rigor informativo depende del partido que esté en la Moncloa o del magnate que pague las facturas.

no es que no tengamos principios, es que nos faltan puntos de comparación sensatos.

Francisco Nicolás Gómez Iglesias no es una anomalía del sistema, es tan solo un jugador demasiado avezado. un síntoma de la enfermedad que ente tod@s permitimos crecer. estos meses se escuchaban en los medios cosas del tipo «¡si es que solo un crío!», pero muy pocas críticas al sistema político y a la sociedad (nosotr@s) que ha permitido que semejante esperpento tenga lugar.


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